miércoles, 19 de noviembre de 2014

"La respuesta a una pregunta inquietante" (por Martin Luther King Jr.)

La respuesta a una pregunta inquietante


"¿Porqué nosotros no hemos podido arrojarle?"
(Mt. 17:19)




"Una de las cosas que ha caracterizado la vida humana a lo largo de los siglos ha sido el esfuerzo persistente del hombre para eliminar el mal de la tierra. Muy rara vez ha conseguido eliminar completamente el mal de sí mismo. A pesar de todas sus racionalizaciones, compromisos y pretextos, el hombre sabe que lo que «es» no es lo que «debiera ser» y que lo real no es todo lo posible. Aunque a menudo permite que los males de la sensualidad, el egoísmo y la crueldad surjan agresivamente en su alma, algo en su interior le recuerda que estas cosas son intrusas. 

Una y otra vez, al hombre, en su apego profundo a la maldad, se le recuerda que hay un destino y una lealtad mayores. El antojo del hombre hacia lo demoniaco siempre se ve perturbado por su anhelo de lo divino. Mientras intenta adaptarse a las exigencias del tiempo, sabe que la eternidad es su hábitat definitivo. Mientras el hombre trata de adaptarse a las demandas de la época, él sabe que la eternidad es su hábitat definitiva. Cuando el hombre vuelve en sí, sabe que la maldad es un invasor foránea que debe ser expulsado de las tierras nativas de su alma antes de que se pueda alcanzar dignidad moral y espiritual. 

Pero el problema que siempre ha frutrado al hombre ha sido su incapacidad de conquistar el mal por medio de sus propias fuerzas. Constantemente se pregunta con patético asombro: “¿Cómo es que no he podido arrojarle?” “¿Porqué no puedo remover este mal de mi vida?

Esta pregunta angustiante y desconcertante, nos hace recordar un evento que ocurrió durante la vida de Jesucristo. El evento ocurrió inmediatamnte después de la trasfiguración de Cristo. Jesús va bajando de la montaña y encuentra un pequeño muchachito que tiene violentas convulsiones. Sus discípulos estaban tratando desesperadamente de curar al desdichado muchacho. Cuanto más trataban de curarlo, más descubrían sus propias insuficiencias, y las pobres limitaciones de su poder. Al punto en el que estaban a punto de rendirse en desesperación, el Señor aparece en la escena. El padre del muchacho se acerca a Él en completa desesperación; les dice del fracaso de sus discípulos. Y luego, Jesús “reprendió al demonio, y lo echó fuera de él, y el niño fue sanada en esa misma hora.” Con esto, los discípulos se acercarón a Jesús aparte, y dijeron “¿Por qué es que nosotros no pudimos arrrojarle?” Querían una explicación para sus obvias limitaciones. 



Jesús les dice que la razón de su fracaso es su incredulidad. Él dice: «Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diríais a ese monte: “Vete de aquí hacia allá,” y éste se iría, y nada os sería imposible». En otras palabras, Jesús le estaba diciendo a sus discípulos que la razón de su fracaso era que ellos estaban tratando de hacer por sí mismos lo que solamente podrían haber hecho cuando entregaran sus naturalezas a Dios para que Su fuerza pudiera fluir libremente a través de ellos. Esto es a los que Jesús se refiere con fe. 



I


Esto nos regresa a la pregunta: ¿cómo podemos expulsar el mal? Hay dos ideas que los hombres usualmente han mantenido sobre la manera en que el mal es eliminado y el mundo salvado.

Una idea es que el hombre debe remover el mal con su propio poder. Es la extraña convicción en que si el hombre continúa pensando, inventando y gobernando, será capaz de conquistar con su propia fuerza e ingenuidad a las molestas fuerzas del mal. “Sólo denla a la gente una buena oportunidad, una decente educación y ellos se salvarán a sí mismos.” Esta idea se ha expandido en el mundo moderno como una plaga que expulsa a Dios, y escolta al hombre, sustituyendo la guía interna con la ingenuidad humana. Dónde tuvo sus comienzos esta idea, no es algo que se conozca claramente. Siempre es difícil rastrear la raíz causal de una idea en la historia. Algunos dicen que tuvo su comienzo con el renacimiento, cuando la ‘edad de la razón’ sustituyó a la ‘edad de la religión’. Otros afirman que fue introducida con ‘El origen de las especies’ de Darwin, que sustituía a la idea de la creación, por la idea de la evolución. Incluso algunos piensan que comenzó con la revolución indutrial, que sustituyó la incomodidad física por la comodidad material. Pero, donde sea que hay comenzado, la idea de la suficiencia del hombre para resolver los males de la historia ha capturado la mente de millones de personas. A partir de ella, llegó el optimismo despreocupado del siglo XIX y la idea del progreso inevitable. A partir de ella, llegó la doctrina de Rousseau de “la bondad original de la naturaleza humana.” A partir de ella, llegó la convicción del humanista francés Condorcet, de que el mundo entero pronto sería limpiado del crimen, la pobreza y la guerra, solamente por medio de la razón. 

Con esta fe entusiasta en el poder de la razón y la ciencia, el hombre moderno salió queriendo cambiar al mundo. En vez de pensar sobre Dios y sobre el alma humana, desvió su atención al mundo externo y a sus posibilidades. A través de tubos de ensayos, microscopios y telescopios, lo observó, lo analizó y lo exploró. Pronto el laboratorio se convirtió en un santuario, y los científicos en sus sacerdotes y sus profetas. En palabras de un humanista moderno, muchos afirmaban confidentemente: 
“El porvenir no está en las iglesias, sino en los laboratorios; no está en los profetas, sino en los científicos; no está en la piedad, sino en la eficacia. El hombre por fin se está dando cuenta de que solamente él es el responsable de la realización del mundo y de sus sueños, de que lleva dentro de sí el poder para realizarlo.”
Como un severo juez, el hombre moderno ha citado la naturaleza para comparecer ante el tribunal de la investigación científica. Nadie duda el hecho de que su trabajo en los laboratorios científicos ha resultado en avances increíbles en poder y comodidad. Ha producido máquinas programadas y dispositivos que contienen poder inconmesurable. Sus adelantos incomparables se han elevado muy alto a los cielos, estando de forma impresionante en la tierra y moviéndose de forma majestuosa en los mares.

Pero a pesar de estos maravillosos desarrollos científicos, los antiguos males continúan existiendo. El hombre moderno ha tenido que atestiguar cómo su edad de la razón se transforma en una edad de terror. Los antiguos males del egoísmo y el odio no han sido removidos por la ampliación del sistema educativo y la extensión de nuestras políticas legislativas. La amenaza de una guerra atómica y nuclear es terriblemente más latente hoy en día que nunca antes. Y así, una generación que era optimista ahora se sigue preguntando con completo desconcierto: “¿Cómo es que nosotros no pudimos arrojarle?”

La respuesta a esta pregunta es muy simple. El hombre usando su propio poder nunca podrá arrojar el mal del mundo. La esperanza del humanista es una ilusión. Está basada en un optimismo demasiado optimista sobre la bondad inherente de la naturaleza humana. Hay miles de gente sincera y dedicada fuera de las iglesias trabajando desinteresadamente a través de varios movimientos humanitarios para curar al mundo de sus males sociales. Yo sería el último en condenar a estas personas por no haber encontrado todavía su camino a Dios, porque preferiría que un hombre fuera un humanista que esté comprometido, a un cristiano que no esté comprometido; pero muchas de estas personas dedicadas, no teniendo a nadie sino solo a sí mismos para salvarse a sí mismos, terminan estando desilusionados y pesimistas. Son desilusionados porque para empezar partieron de una gran ilusión; para ellos, ni hay pecadores ni pecado; la naturaleza humana es esencialmente buena, y el único mal se encuentra en los sistemas y las instituciones. “Sólo iluminen a la gente y libérenlos del agobiante yugo de la pobreza, y ellos se salvarán a sí mismos.” Todo esto suena maravilloso y calmantemente placentero, pero es una ilusión envuelta en superficialidad. Es una especie de autoengaño que causa que el individuo ignore un hecho básico sobre la naturaleza humana.

Nada de esto es minimizar la importancia de la ciencia y la gran contribución del renacimiento: se les necesitaba para sacarnos de los suplicios estancados de las supersiticiones y medias verdades, a las montañas alumbradas de análisis y evaluación objetiva. La autoridad incuestionada de la Iglesia en cuestiones científicas necesitaba ser desafiada. Muy a menudo se había envuelto en un oscurantismo paralizante; a través de inquisiciones vergonzosas, la Iglesia buscó limitar la verdad y poner obstáculos insuperables en el camino de un buscador de la verdad. Esto tenía que ser rectificado. Sin el renacimiento y la edad de la razón aún andaríamos en un yelmo confuso de nociones científicas anticuadas. Sin embargo, fueron demasiado lejos en su optimismo. En su intento formal de liberar la mente del hombre, el renacimiento olvidó sobre la capacidad humana para el pecado.

II

La otra idea en relación a la manera en que la maldad es removida del mundo, dice que el hombre debe esperar que Dios haga todo; que el hombre debe quedarse inmóvil, sumiso únicamente, y a su buen tiempo Dios redimirá al mundo. 

Esta idea está arraigada en una doctrina pesimista de la naturaleza humana. Se ha presentado imprevistamente muchas veces en la historia de la cristiandad. Era prominente en la Reforma. Este gran movimiento espiritual, que llevó al nacimiento y desarrollo del protestantismo, se preocupaba de la libertad moral y espiritual. Esto funcionó como un correctivo necesario para una Iglesia que se había vuelto demasiado corrupta y estancada. Las doctrinas de la justificación por medio de la fe y del sacerdocio de todos los creyentes son principios altísimos que nosotros como protestantes debemos afirmar para siempre. Pero en su doctrina de la naturaleza humana, la Reforma puso demasiado énfasis en la corrupción del hombre. 

Mientras que el Renacimiento había ido demasiado lejos en el optimismo, la Reforma había ido demasiado lejos en el pesimismo. El Renacimiento se concentró tanto en la bondad del hombre, que pasó por alto la capacidad del hombre para hacer mal. La Reforma se concentró tanto en la iniquidad del hombre, que pasó por alto la capacidad del hombre para hacer bondad. Aunque estaba en lo correcto al afirmar la pecaminosidad de la naturaleza humana, y la incapacidad del hombre de salvarse a sí mismo, la Reforma erróneamente se fue al extremo de creer que la imagen de Dios había sido completamente borrada del hombre. Esto condujo a la doctrina calvinista de la total depravación del hombre. Ésta condujo a la terrible idea de la aniquilación infantil. Tan depravada era la naturaleza humana, decía el calvinista, que cada bebé nacido en el mundo era una candidato a la condenación, y si moría en la infancia sin haber sido bautizado, éste se quemaría para siempre en el infierno. Ciertamente, esto fue llevar la idea de la pecaminosidad del hombre demasiado lejos.

Esta teología unilateral de la Reforma a menudo a llevado a una religión meramente de otro mundo. Ha causado que muchas iglesias ignoren el “aquí” y enfaticen solamente el “más allá.” Al estresar la completa desesperanza de este mundo y enfatizar la necesidad de que el individuo se concentre en sus esfuerzos para preparar su alma al mundo venidero, ha ignorado la necesidad de una reforma social, y [así] ha divorciado la religión de la vida. Ésta doctrina ve al evangelio cristiano como algo solamente preocupado por el alma del individuo. Recientemente una iglesia buscaba un nuevo ministro y el comité del púlpito enlistó varios requerimientos que éste debería tener. El primer requisito fue que “él debía de ser capaz de predicar el verdadero evangelio y no hablar de asuntos sociales.” Éste énfasis ha llevado a una iglesia peligrosamente irrelevante. Es poco más de un club de compatriotas en donde la gente se reúne a escuchar y a hablar piadosos clichés.

Este énfasis unilateral de la Reforma pasa por alto el hecho de que el Evangelio se ocupa del hombre completo: de su cuerpo, tanto como de su alma. Es un peligro establecer una tragicomedia entre lo sagrado y lo secular, entre el Dios de la religión, y el Dios de la vida. Si la iglesia ha de ser digna de su nombre, ésta debe volverse un manantial de un mejor orden social; debe buscar transformar no solo la vida de los individuos, sino también la situación social; no solo debe preocuparse por el pecado individual, sino también por las situaciones social que llevan a mucha gente a la aflicción de espíritu y el cruel cautiverio. 

La idea de que el hombre debe esperar solamente que Dios haga todo, ha llevado a un trágico malentendido de la oración. Algunas personas ven a Dios como algo poco más que un “mozo [o camarero] cósmico” al que llamarán para cada apuro trivial. Otros ven a Dios como alguien tan omnipotente, y al hombre como alguien impotente, que terminan haciendo de la oración, un sustituto del trabajo y la inteligencia. Un hombre me dijo el otro día: “Creo en la integración, pero sé que ésta no vendrá hasta que Dios esté listo para que venga. Ustedes negros deberían dejar de protestar y empezar a orar.”

Pues bien, yo estoy seguro de que todos necesitamos orar por la ayuda y la guía de Dios en esta lucha por la integración. Pero vamos a engañarnos gravemente si pensamos que ésta vendrá con pura oración. Dios nunca dejará que la oración se vuelva un sustituto del trabajo y la inteligencia. Dios nos dio mentes con las cuales pensar, y aliento y cuerpo para trabajar, y él rechazaría su propio plan si nos permitiera obtener a través de la oración lo que puede venir por medio del trabajo y la inteligencia. No, no se trata de escoger entre la oración y el esfuerzo humano; se trata de [incorporar] tanto la oración como el esfuerzo humano. La oración es un complemento maravilloso y necesario para nuestros débiles esfuerzos, pero es un sustituto calloso y peligroso. Moisés descubrió esto mientras batallaba para guiar a los Israelitas a la Tierra Prometida. Dios dejó bien claro que Él no haría por ellos lo que ellos podrían hacer por sí mismos. En el Libro de Éxodo, leemos: “Y dijo el Señor a Moisés, ‘¿Por qué clamas a mí?’ Di a los hijos de Israel que se pongan en marcha.

Debemos orar fervientemente por la paz. Pero junto con nuestras oraciones, debemos trabajar vigorosamente para el desarmamiento y la suspensión de pruebas nucleares. Debemos usar nuestras mentes tan rigorosamente para idear un plan por la paz, como lo hemos hecho para idear un plan por la guerra. Debemos orar con pasión incesantemente para el surgimiento de justicia racial, pero junto con esto, debemos usar nuestras mentes para desarrollar un programa y organizarnos en una demostración masiva no-violenta, y usar cada recurso de nuestros cuerpos y almas para terminar con larga noche de injusticia racial. Debemos orar incansablemente por la justicia económica. Pero junto con nuestras oraciones, debemos trabajar diligentemente para realizar aquellos cambios sociales que lograrán una mejor distribución de la riqueza. Debemos usar nuestras mentes para desarrollar una especie de Plan Marshall masivo que lleve ayuda a los países subdesarrollados del mundo para que emerjan del largo y amargo invierno de la pobreza, a la cálida primavera de la estabilidad económica.

Todo esto revela la falacia en la idea de que solamente Dios deberá deshacerse de la maldad en la tierra. El hombre, sentado complacientemente al lado del camino, y esperando ver que Dios arroje el mal fuera del mundo, no verá tal cosa. Ningún relámpago prodigioso vendrá embistiendo desde el cielo para explotar la maldad desde la distancia. Ninguna armada poderosa de ángeles descenderá del cielo para obligar a los hombres a hacer lo que por voluntad no quisieron hacer. A largo de la Biblia, Dios no es presentado como un zar omnipotente que tome todas las decisiones por súbditos, ni tampoco como un tirano cósmico que use métodos como los de la gestapo para invadir la vidas interiores del hombre. Más bien, Él es presentado como un Padre amoroso que siempre permanece dispuesto a dar bendiciones tan excedentemente abundantes a sus hijos que aceptan voluntariamente. Siempre está claro que el hombre debe hacer algo. “Ponte de pie”, le dice Dios a Ezequiel, “para que yo te hable.” 

El hombre no es un inválido imposibilitado que haya sido abandonado en un valle de total depravación hasta que Dios lo saque de allí; él es más bien un ser humano válido cuya visión ha sido deteriorada por las cataratas del pecado, y cuya alma ha sido debilitada por el virus del orgullo. Pero todavía queda suficiente visión en el hombre para que éste levante sus ojos a las colinas, y queda suficiente imagen de Dios en el hombre como para que éste vuelva su débil vida maltratada por el pecado, hacia ese Gran Médico, el sanador de toda enfermedad de pecado.

Así es como vemos la debilidad real de la idea de que Dios lo hará todo. Ésta está basada en una falsa concepción de Dios y del hombre; hace que Dios parezca tan absolutamente soberano, que el hombre está absolutamente desamparado. Hace que el hombre parezca tan absolutamente depravado, que éste no puede hacer nada sino esperar a Dios. Percibe al mundo como algo tan contaminado con el pecado, que Dios lo trasciende totalmente y solo lo toca por aquí y por allá a través de una poderosa invasión. Esta percepción culmina con un dios que es un déspota, y no un Padre; termina con un pesimismo tal sobre la naturaleza humana, que deja al hombre siendo poco más que un gusano desamparado arrastrándose en el lodazal de un mundo malo. Pero ni Dios ni el hombre son así; ni el hombre no está totalmente depravado, ni Dios es un dictador omnímodo. Ciertamente debemos continuar afirmando la majestad y soberanía de Dios. Debemos continuar declarando la claridad inequívoca de que Dios es todopoderoso y omnisciente, pero esto nos debería conducirnos a creer que Dios es un monarca todopoderoso que nos forzará a hacer su voluntad. Él nos ha hecho personas con libertad, libertad para escoger lo que es bien y lo que no lo es. Él no nos va a forzar. Como el Padre en la parábola del hijo pródigo, Dios no nos va a obligarnos a quedarnos en casa cuando nuestras mentes están deseosas de viajar a algún lugar lejano degradante, pero seguirá nuestros pasos en nuestro lamentable deshonra, con amor, y cuando volvamos en sí, y traigamos de vuelta nuestros cansados pies a la casa de nuestro Padre, Él permanece esperando con brazos abiertos de perdón. 

Por consiguiente, no debemos tener nunca la sensación de que Dios, valiéndose de cualquier milagro o de un solo movimiento de su mano, expulsará el mal de este mundo. Mientras creamos esto rezaremos oraciones que no tendrán respuesta rogaremos a Dios que haga cosas que no veremos realizar nunca. La creencia en que Dios hará todo por el hombre es tan insostenible como la creencia en que el hombre puede hacer todo para sí mismo. También está basada en una falta de fe. Debemos aprender que confiar en Dios con la esperanza de que Él haga todo y nosotros no hagamos nada, no es fe, sino superstición. 

III

¿Cuál, entonces, es la respuesta a la pregunta inquietante de la vida? ¿Cómo puede ser arrojado el mal de nuestras vidas colectivas e individuales? Si este mundo no será purificado por Dios solamente o por el hombre solamente, ¿quién, pues, lo hará?

La respuesta a esta pregunta se encuentra en una idea que es distintivamente diferente de las otras dos que hemos discutido. Dios o el hombre no salvarán a este mundo por separado. Es tanto el hombre como Dios, unificados en una maravillosa unidad de propósito, por un amor desbordante y el don gratuito dar de sí mismo de parte de Dios, y por una perfecta obediencia y receptividad de parte del hombre. Ambos al estar juntos podrán transformar lo viejo en nuevo y extirpar el cáncer mortal del pecado. 

El principio que abre la puerta para que Dios trabaje en el hombre es la fe. Esto es lo que le faltó a los discípulos cuando estaban al pie de la montaña tratando desesperadamente de eliminar el mal continuo del cuerpo del muchacho enfermo.

Jesús les recordó que habían fallado porque habían intentado hacer por sí mismos lo que sólo podrían hacer cuando Él estuviera respaldándolos, cuando sus mismas vidas fueran receptáculos abiertos, por así decirlo, en los que la fuerza de Dios pudiese ser derramada libremente.

En las Escrituras se muestran dos clases de fe en Dios. A una de ellas se le podría llamar la fe de la mente en Dios, los asentimientos intelectuales individuales de la creencia en la existencia de Dios. A la otra se le podría llamar la fe del corazón en Dios, en la cual, el hombre completo está comprometido en un acto de confianza en la que se auto-entrega a Dios. La segunda de estas dos clases de fe es la que el hombre debe tener para llegar a conocer a Dios. La fe de la mente en Dios conduce hacia una teoría. La fe del corazón en Dios está centrada en la Persona. En un sentido real, la fe debe ser total entrega a Dios. Gabriel Marcel ha dicho que la fe es realmente «creer en», en vez de «creer que». Es «apertura del crédito, que me pone a disposición de aquél en quien creo. » Si yo creo, dice él, “me uno a, con la clase de acercamiento interior que esto acarrea» La fe es el acto de abrir la vida de uno a Dios. Es apertura en todos los sentidos y en todos los niveles de la afluencia Divina.

Esto es a lo que Apóstol apunta con su doctrina de salvación por medio de la fe. Para él, la fe es la capacidad del hombre de aceptar la oferta de Dios a través de Cristo para rescatarnos de la esclavitud del pecado. Dios, en su amor magnánimo, ofrece hacer por nosotros los que nosotros no podemos hacer por nosotros mismos. La aceptación humilde y dispuesta de esta oferta es la fe. Verdaderamente, la fe es la aceptación voluntaria de un regalo gratuito. Es aceptar nuestra aceptación. Es extender la mano para poder tomarlo. Es la naturaleza entera del hombre abierta de par en par a Dios.

Por lo cual, es por fe que somos salvos. El hombre lleno de Dios y Dios operando a través del hombre traerán cambios increíbles en nuestras vidas individuales y sociales. Mientras miramos a nuestro mundo vemos males sociales que han aumentado a proporciones ominosos; han dejado a millones de hombres deambulando por un corredor oscuro y lóbrego sin una señal de salida; otros, han llegado al punto de ser sumergidos en un abismo sombrío de fatalismo psicológico. 

Si estos males mortales, paralizadores han de ser removidos de este mundo, no será que Dios o el hombre lo salvarán separados; esto será hecho por una humanidad perfecta unida con Dios por medio de la obediencia. La unidad de poder para la victoria moral es Dios llenando al hombre, y el hombre abriendo su vida por medio de fe en Dios, mientras la brecha se abre para las aguas desbordantes del río. La justicia racial es una posibilidad real en esta nación y en el mundo. Pero ésta no vendrá por medio de nuestros frágiles esfuerzos, a menudo equivocados; tampoco vendrá por medio de un acto poderoso de Dios en el que Él obligue a que hombres rebeldes hagan su voluntad. Vendrá cuando haya suficiente gente que abra sus vidas a Dios y le permita derramar Su fuerza Divina triunfante en sus almas. Nuestro sueño noble y largo de paz aún puede volverse una realidad. Pero no llegará por medio del hombre trabajando sólo, ni por medio de Dios forzando para estrepitar los esquemas malvados de los hombres. La paz vendrá cuando los hombres abran tanto sus vidas a Dios que Él los pueda llenar con amor, respeto mutuo y entendimiento de buena voluntad. Sí, la salvación social sólo puede venir por medio de fe: la aceptación voluntaria del regalo poderoso de Dios.

Permítanme volver por un momento a una aplicación de todo lo que he estado diciendo en nuestras vidas individuales. Muchos de ustedes conocen algo de lo que es luchar con el pecado. Año con año, se dan cuenta de un pecado terrible que estaba tomando posesión de sus vidas. Puede que haya sido esclavitud a beber, mentira, impureza o egoísmo. Con el paso de los años, el vicio crecía haciéndose más y más marcado. Sabían todo el tiempo que éste era un intruso natural. Y se dijeron a sí mismos: “un día me voy a levantar y voy a arrojar este mal. Sé que está mal; está destruyendo mi carácter y avergonzando a mi familia.” Finalmente el día llegó; hicieron un propósito de año nuevo de que se iban a deshacer de esa cosa. Y llegó el siguiente año y seguían haciendo el mismo antiguo mal. ¿Pueden recordar la sorpresa y la desilusión que los envolvió cunado descubrieron que después de todos sus esfuerzos sinceros el viejo hábito estaba ahí todavía? En completo asombro se vieron a sí mismos preguntándose: “¿Cómo es que no pudimos arrojarle?”

En este momento de desesperación, decidieron ustedes presentar su problema a Dios. En vez de pedirle que trabajara a través de ustedes, dijeron: “Dios, debes resolver este problema por mí. No puedo hacer nada al respecto.” Conforme los días y meses transcurrieron, descubrieron que el mal seguía con ustedes. Dios no lo iba a arrojar, porque él jamás se lleva el pecado sin la cooperación cordial de los pecadores. No, el problema no pudo ser resuelto mientras ustedes estuvieran con los brazos cruzados esperando que Dios hiciera todo el trabajo.

¿Cuál es entonces la salida? No por nuestros esfuerzos propios ni por una ayuda absolutamente externa de Dios. Uno no puede remover un mal hábito por medio de una simple resolución, ni tampoco puede ser hecho por simplemente pedirle a Dios que lo haga todo. Solo puede lograrse cuando un hombre se levanta como un instrumento, poniendo su voluntad en las manos de Dios. Ésta es la única manera para ser librados del peso acumulado del pecado. Solo puede lograrse cuando permitimos que la fuerza de Dios se libere en nuestras almas. 

Que de este modo salgamos con una gran fe, fuertes en nuestra determinación a ser nuevas criaturas. Dios ha hecho su oferta gratuita a través de Jesucristo. “Si alguno está en Cristo”, dice Pablo, “nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas.” En otras palabras, si algún hombre está en Cristo, entonces es una nueva persona. Su antiguo yo se ha ido. Se vuelve un hijo de Dios transformado divinamente.

Una de las grandes glorias del Evangelio es que Cristo ha transformado a muchos hombres, y ha hecho hijos a pródigos sin nombres. Él transformó a un Simón de Arena en un Pedro de Piedra. Él cambió a un Saúl persecutor en un Apóstol Pablo. Él cambio a un Agustín infestado de lujuria, en un San Agustín. La hermosa confesión de Tolstoi en “Mi Religión” es la experiencia de hombres de toda nación y toda tribu:
“Hace cinco años, la fe vino a mí. Creí en la doctrina de Jesús, y toda mi vida sufrió una transformación repentina. Lo que una vez había deseado, ya no deseé más, y comencé a desear lo que nunca antes había deseado. Lo que antes alguna vez me había parecido bueno, ahora me parecía malo. Lo que veía mal en el pasado, me pareció bueno... La dirección de mi vida, mis deseos se volvieron diferentes. Lo bueno y lo malo intercambiaron su lugar.” 
Dios es demasiado cortés como para forzar la puerta rompiéndola. Pero si nosotros la abrimos, habrá una reunión humana y divina que transformará el sombrío ayer en mañanas más brillosos, y volverá la ruina del pecado, en una victoria gloriosa."

«Mira que estoy a la puerta y llamo;
si alguno escucha mi voz y abre la puerta,
yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo».



Alusiones bíblicas:

1. Éxodo 14:15
2. Ezequiel 2:1
3. 2 Corintios 5:17
4. Apocalipsis 3:20


Traducción especial para Creyentes Intelectuales.blogspot.com
  • A partir de la versión original en inglés. El sermón "The Answer To a Perplexing Question", publicado en el libro Strength to Love, y disponible en su versión electrónica gracias a The Martin Luther King Jr. Paper's Project, de la Universidad de Stanford.

No hay comentarios:

Publicar un comentario