"Nuestro Dios es Poderoso"
“Aquel que puede guardaros sin pecado.”
"La esencia de la fe cristiana consiste en la convicción de que en el universo existe un Dios poderosísimo que puede actuar de una manera superabundante en la naturaleza y en la historia. Esta convicción viene subrayada una y mil veces en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Teológicamente, esta afirmación se expresa en la doctrina de la omnipotencia de Dios. El Dios que adoramos no es un Dios débil e incompetente. Puede hacer retroceder las gigantescas oleadas de la oposición y hundir enormes montañas de maldad. La fe cristiana es un testimonio fehaciente del poder de Dios.
Existen los que intentan convencernos de que solamente el hombre tiene poder. Su intento de sustituir el universo centrado en Dios por un universo centrado en el hombre no es nuevo. Tuvo sus primicias en el Renacimiento y a continuación en el Racionalismo, cuando algunos hombres comenzaron a creer que Dios era un apartado innecesario en la agenda de la vida. En estos períodos y más tarde, durante la revolución industrial en Inglaterra, otros se preguntaron si Dios tenía todavía alguna importancia. El laboratorio comenzó a sustituir a la Iglesia, y el científico se convirtió en el sustituto del profeta. Bastantes se unieron a Swinburne cantando el nuevo himno: «¡Gloria al Hombre en las alturas, pues el Hombre es el dueño de todas las cosas!»(1).
Los devotos de la nueva religión centrada en el hombre subrayan el espectacular progreso de la ciencia moderna como justificación de su fe. La ciencia y la tecnología han ampliado el cuerpo del hombre. El telescopio y la televisión le han ensanchado la vista. El teléfono, la radio y el micrófono le han ampliado la voz y el oído. El automóvil y el avión le han alargado las piernas. Las medicinas maravillosas le han prolongado la vida. ¿No nos demuestran todos estos éxitos maravillosos que el hombre tiene poder?
Pero, ¡ay!, alguien ha quebrantado la fe de los que habían hecho del laboratorio «la nueva catedral de las esperanzas del hombre». Los instrumentos que ayer eran venerados, hoy contienen la muerte cósmica y amenazan precipitarnos a todos en el abismo de la aniquilación. El hombre no puede salvarse a sí mismo ni puede salvar al mundo. Si no le guía el espíritu de Dios, su poder científico se convertirá en un devastador monstruo a lo Frankenstein que reducirá a cenizas su vida terrena.
A veces, otras fuerzas nos hacen dudar de la potencia de Dios. La dura y colosal realidad del mal en el mundo —que Keats denominaba «la gigantesca agonía del mundo»; implacables inundaciones y tornados que barren a la gente como si fueran hojas; enfermedades como la locura, que afligen a los individuos desde el nacimiento y reducen sus días a ciclos trágicos desprovistos de sentido, la locura de la guerra y la barbarie de la humanidad del hombre contra el hombre—: ¿por qué, preguntamos, pasan estas cosas si Dios tiene poder para impedirlas? Este problema, es decir, el problema del mal, siempre ha obsesionado al hombre. Yo limitaría mi respuestas a una afirmación: muchos de los males que experimentamos son causados por la estupidez y la ignorancia del hombre, y también por el mal uso de su libertad. Aparte de esto, sólo puedo decir que existe y existirá siempre una penumbra de misterio que rodea a Dios. Lo que de momento parece un mal puede tener un final que nuestras inteligencias finitas son incapaces de comprender. Por eso, a pesar de la presencia del mal y a pesar de la duda que se esconde en nuestros espíritus, nos negamos a abandonar la convicción de que Dios es todopoderoso.
I
Notamos, en primer lugar, que Dios tiene poder para sostener el espacio inmenso del universo físico. También aquí nos sentimos tentados a creer que el hombre es el verdadero amo del universo físico. Los aviones a reacción que construye el hombre reducen a minutos las distancias que antes requerían semanas de penosos esfuerzos. Las naves del espacio hechas por el hombre transportan cosmonautas a través del espacio exterior a velocidades fantásticas. ¿No será que Dios está siendo reemplazado en el dominio del orden cósmico?
Pero antes de que sucumbamos por completo a nuestra humana arrogancia, contemplemos el universo con mayor atención. ¿No descubriremos muy pronto que los instrumentos que hemos fabricado parecen inmóviles en comparación con el sistema solar creado por Dios? Piensen, por ejemplo, en el hecho de que la tierra da vueltas alrededor del sol tan de prisa que el «jet» más rápido después de una hora de carrera llevaría 106.000 kilómetros de desventaja. En los últimos siete minutos hemos sido catapultados a más de 12.000 kilómetros en el espacio. O también considerad el sol, que los científicos dicen que es el centro del sistema solar. La tierra da una vuelta a esta bola cósmica de fuego una vez al año, recorriendo 940.000.000 de kilómetros a razón de 107.000 kilómetros por hora, o sea a 2.570.000 kilómetros de donde estamos ahora, en esta centésima de segundo. El sol, que parece tan próximo, está a 150.000.000 de kilómetros de la tierra. Dentro de seis meses estaremos al otro lado del sol —150.000.000 de kilómetros más lejos—, y dentro de un año habremos dado la vuelta completa al contorno y volveremos a estar donde estamos ahora. Así pues, cuando contemplamos la extensión ilimitada del espacio, en el cual nos vemos obligados a medir distancias estelares por años-luz, y en el cual los cuerpos celestes viajan a velocidades increíbles, nos vemos forzados a mirar más allá del hombre y a afirmar otra vez que Dios tiene poder.
II
Observemos también que Dios tiene poder para someter todas las potestades del mal. Al afirmar que Dios es capaz de dominar el mal, admitimos la realidad del mal. El cristianismo no ha considerado nunca el mal como una ilusión o como un error del espíritu mortal. Considera que el mal es una fuerza que tiene una realidad objetiva. Pero también afirma que el mal contiene el germen de su propia destrucción. La historia es la descripción de las fuerzas del mal que avanza con poder aparentemente irresistible sólo para ser aplastadas por las fuerzas de la justicia. Existe una ley en el mundo moral —un imperativo silencioso, invisible, parecido a las leyes del mundo físico— que nos recuerda que la vida sólo funcionará en un sentido determinado. Los Hitler y Mussolini tuvieron su momento, y durante un período concreto pudieron acumular gran poder y extenderse como la hierba, pero como hierba son segados y como hierba se marchitan. En la gráfica descripción de la batalla de Waterloo, en Los miserables, Víctor Hubo escribía:
“¿Era posible que Napoleón ganase aquella batalla? Contestamos: No. ¿Por qué? ¿A causa de Wellington? ¿Por culpa de Blücher? No. A causa de Dios... Napoleón había sido acusado ante el Infinito, y su caída estaba prevista. Enojó a Dios. Waterloo no es una batalla; es el cambio de dirección del universo.”
En realidad, Waterloo simboliza la condenación de cualquier Napoleón, y es un recordatorio eterno para una generación embriagada de poder militar que, a largo plazo, dentro de la historia, el poder de la fuerza no crea el Derecho y que el poder de la espada no puede conquistar el poder del espíritu. Un sistema maligno, conocido con el nombre de colonialismo, se extendió por África y Asia. Pero entonces la ley silenciosa, invisible, empezó a actuar. El Primer ministro Macmillan dijo: «El viento del cambio empieza a soplar». Los poderosos imperios coloniales comenzaron a hundirse como castillos de naipes, las naciones independientes comenzaron a emerger como oasis refrescantes en desiertos que se perdía bajo el calor de la injusticia. En menos de quince años, la independencia se ha extendido a través de Asia y África como una oleada irresistible, liberando a más de mil quinientos millones de personas de las garras entumecedoras del colonialismo
En nuestra propia nación [Estados Unidos], otro sistema injusto y malo, conocido por el nombre de segregación, impuso a los negros, durante casi cien años, un sentimiento de inferioridad, les desposeyó de su personalidad y les negó el derecho natural a vivir, a ser libres y a procurarse la felicidad. La segregación ha sido una carga para los negros y una vergüenza para Norteamérica. Pero, al igual que sucedió en el plano mundial, también en nuestra nación empezó a soplar el viento del cambio. Se sucedieron los acontecimientos hasta poner fin gradualmente al sistema de segregación. Hoy sabemos con certeza que la segregación ha muerto. La única cuestión que aún queda en pie es el precio de los funerales.
Estos grandes cambios no son solamente cambios de dirección política y sociológica. Representan la liquidación de sistemas que nacieron en la injusticia, se alimentaron de la desigualdad y crecieron con la explotación. Representan la inevitable decadencia de cualquier sistema basado en principios que no están en armonía con las leyes morales del universo. Cuando los hombres de las generaciones futuras vuelvan la vista hacia estos días turbulentos y tensos por los que estamos pasando, verán cómo trabaja Dios por la salvación de los hombres. Sabrán que Dios trabaja por mediación de aquellos hombres que tuvieron suficiente visión para darse cuenta de que ninguna nación puede sobrevivir semiesclava, semilibre.
Dios puede vencer los males de la historia. Su control no le ha sido nunca usurpado. Si algunas veces nos desesperamos porque se avanza relativamente despacio hacia el final de la discriminación racial y nos sentimos defraudados por la excesiva cautela del Gobierno federal, adquirimos un valor nuevo por el hecho de que Dios es poderoso. En nuestra marcha, a veces difícil, y a menudo desamparada, por el camino de la libertad, no caminamos solos. Dios marcha junto a nosotros. Ha depositado en la misma estructura de este universo ciertas leyes morales de carácter absoluto. No podemos desafiarlas. Si las desobedecemos, serán ellas las que nos destruirán. Las fuerzas del mal pueden dominar a la verdad temporalmente, pero al final la verdad prevalecerá por encima de su vencedor. Nuestro Dios es poderoso. James Russell Lowell tenía razón:
“La Verdad siempre al patíbulo, el Error siempre en el trono,pero aquel patíbulo regula el futuro, y, detrás del desconocido misterioso,Dios se erige en la sombra, velando aquello que le pertenece."(2)
III
Observemos, finalmente, que Dios nos puede conceder recursos internos para enfrentarnos a las pruebas y dificultades de la vida. Cada uno de nosotros se enfrenta con circunstancias de la vida que le obligan a soportar los grandes pesos de la aflicción. La adversidad nos arrasa con la fuerza de un huracán. Las mañanas soleadas se convierten en noches negrísimas. Nuestras esperanzas mayores se desbaratan como castillos de naipes, y nuestros sueños más nobles se disipan.
El cristianismo no ha pasado nunca por alto estas experiencias. Son inevitables. Como la alternancia rítmica en el orden natural, la vida tiene la luz brillante del sol del verano y el frío penetrante del invierno. A los días de alegría inexpresable suceden días de aturdidora aflicción. La vida comporta períodos de inundación y períodos de sequía. Cuando aparecen las horas oscuras de la vida, muchos exclaman con Paul Laurence Dunbar:
"Una corteza de pan y un rincón para dormir,un minuto para sonreir, y una hora para llorar,una gota de alegría por un torrente de lágrimas,y nunca la risa, pero sí los gemidos, vienen de dos en dos;¡y esto es la vida!" (3).
Admitiendo los gravísimos problemas y las decepciones aplastantes, el cristianismo afirma que Dios nos puede dar el equilibrio interior para erigirnos airosos ante las pruebas y tribulaciones de la vida. Puede proporcionarnos la paz interior en las tempestades exteriores. La firmeza interior del hombre de fe es el legado más importante de Dios a sus discípulos. No ofrece recursos materiales ni fórmulas mágicas que nos libren del sufrimiento y de la persecución, pero nos proporciona un don imperecedero: «La paz os dejo»4. Esta es la paz que supera cualquier inteligencia.
Hay veces que creemos que nos es posible prescindir de Dios, pero en el día en que rugen las tempestades de las adversidades, soplan los vientos del desastre y los oleajes de la tristeza vienen a azotar nuestras vidas, si entonces no tenemos una fe profunda y paciente, nuestras vidas emocionales se deshacen en pedazos.
Hay tanta frustración en el mundo porque hemos confiado en dioses y no en Dios. Hemos doblado la rodilla ante la diosa de la ciencia solamente para descubrir que nos ha dado la bomba atómica, y ha producido temores y angustias que la ciencia no puede mitigar. Hemos venerado al dios del placer solamente para descubrir que las excitaciones se funden y las sensaciones tienen una duración muy corta. Hemos bajado la cabeza ante el dios del dinero sólo para experimentar que hay cosas como el amor y la amistad que no se pueden comprar con dinero, y que en un mundo de posibles depresiones, bajas en la Bolsa y malas inversiones industriales y comerciales, el dinero es un dios inestable. Estos dioses transitorios no pueden salvarnos ni aportar la felicidad al corazón humano. Sólo Dios es poderoso. Debemos redescubrir la fe en Él. Con ella podremos transformar valles inhóspitos y desolados en senderos iluminados de alegría y llevar una luz nueva a las oscuras cavernas del pesimismo.
¿Hay alguien aquí que vaya hacia el crepúsculo de la vida y tenga miedo de lo que llamamos muerte? ¿Por qué temer? Dios puede, Dios es capaz. ¿Hay alguien aquí a punto de caer en la desesperación a causa de la muerte de un ser querido, la ruptura de un matrimonio o la equivocación de un hijo? ¿Por qué desesperarse? Dios puede darnos fuerzas para soportar lo que no es posible cambiar. ¿Hay alguien aquí angustiado porque ha perdido la salud? ¿Por qué angustiarse? Suceda lo que suceda, Dios tiene poder.
Ahora, que voy llegando al final de mi mensaje, desearía me permitiesen explicar una experiencia personal. Los primeros veinticuatro años de mi vida transcurrieron sin contratiempos. No tuve problemas fundamentales, ni dificultades. Gracias a unos padres previsores y amantes que velaban por mis necesidades, los años de escuela, facultad, los estudios teológicos y el doctorado transcurrieron sin interrupción. Hasta que tomé parte en el boicot de los autobuses en Montgomery no me había enfrentado con las pruebas de la vida. Casi inmediatamente después de emprendida la protesta, empezamos a recibir llamadas telefónicas y cartas amenazadoras. Esporádicas al principio, fue-ron aumentando de día en día. Al principio no hice caso, pensando que se trataba de la obra de unos cuantos exaltados que desistirían al darse cuenta de que no les hacíamos caso. Pero, a medida que iban transcurriendo las semanas, me di cuenta de que muchas amenazas iban en serio. Me sentí vacilante y mi temor fue en aumento.
Después de un día particularmente fatigoso, me fui a acostar muy tarde. Mi mujer ya se había dormido y yo empezaba a hacerlo cuando sonó el teléfono. Una voz irritada dijo: «Escucha, negro, hemos tomado medidas contra ti. Antes de la semana próxima maldecirás el día en que llegaste a Montgomery». Colgué, pero ya no pude dormir. Parecía como si todos los temores me hubiesen caído encima a la vez. Había alcanzado el punto de saturación. Salté de la cama y empecé a ir y venir por la habitación. Finalmente entré en la cocina para calentar un poco de café. Ya estaba dispuesto a abandonarlo todo. Intenté pensar en la forma de esfumarme de todo aquel tinglado sin parecer un cobarde. En este estado de abatimiento, cuando mi valor ya casi había muerto, decidí presentar mi problema a Dios. Con la cabeza entre las manos, me incliné sobre la mesa de la cocina orando en voz alta. Las palabras que dije a Dios aquella noche están aún vivas en mi memoria:
«Estoy aquí tomando partido por lo que creo es justicia. Pero ahora tengo miedo. La gente me elige para que los guíe, y si me presento delante de ellos falto de fuerza y de valor, también ellos se hundirán. Estoy en el límite de mis fuerzas. No me queda nada. He llegado a un punto en que ya me es totalmente imposible enfrentarme yo solo a todo».
En aquel instante experimenté la presencia de la Divinidad como jamás la había experimentado hasta entonces. Parecía como si pudiese sentir la seguridad tranquilizadora de una voz interior que decía:
«Toma partido a favor de la justicia, pronúnciate por la verdad. Dios estará siempre a tu lado».
Casi al momento sentí que mis temores desaparecían. Desapareció mi incertidumbre. La situación seguía siendo la misma, pero Dios me había dado la tranquilidad interior. Tres noches más tarde pusieron una bomba en casa. Por extraño que parezca, acogí con tranquilidad el aviso de la bomba. Mi experiencia con Dios me había dado nuevo vigor y nuevo empuje. Ahora sabía que Dios nos puede dar los recursos interiores necesarios para enfrentarnos con las tempestades y los problemas de la vida.
Que esta afirmación sea un grito clamoroso. Nos dará calor para enfrentarnos con las incertidumbres del futuro. Dará a nuestros pies cansados nueva fuerza para reemprender la marcha hacia la ciudad de la libertad. Cuando las nubes bajas ensombrezcan nuestros días y las noches se hagan más oscuras que mil medias noches, recordemos que existe en el universo un Poder grande y bondadoso, cuyo nombre es Dios, que puede encontrar un camino donde no lo hay y transformar los ayer lóbregos en mañana esplendorosos. Él es nuestra esperanza para convertirnos en hombres mejores. Éste es nuestro mandato para intentar hacer un mundo mejor.”
Referencias:
1. Himno del Hombre
2. La crisis actual
3. Vida.
4. Juan 14:27
Fuentes:
- Traducción al español por Acción Cultural Cristiana: "La Fuerza de Amar". Madrid. (1999). Núm. 34
- Originalmente publicado en "Strength to Love" (11 de agosto de 1963), de Martin Luther King Jr.
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